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Leopoldo Lugones: La Metamúsica

-Hablemos en serio. Vas a ver una cosa interesante. Vas a ver, óyelo bien. No se trata de teorías. Las notas poseen cada cual su color, no arbitrario, sino real. Alucinaciones y chifladuras nada tie­nen que ver con esto. Los aparatos no mienten y mi aparato hace perceptibles los colores de la música. Tres años antes de conocer­te, emprendí las experiencias coronadas hoy por el éxito. Nadie lo sabía en casa, donde, por otra parte, la independencia era grande, como recordarás. Casa de viudo con hijos mayores… Dicho esto en forma de disculpa por mi reserva, que espero no atribuyas a desconfianza, quiero hacerte una descripción de mis procedimien­tos, antes de empezar mi pequeña fiesta científica.

Encendidos los cigarrillos y Juan continuó:
– Sabemos por la teoría de la unidad de la fuerza, que el movi­miento es, según los casos, luz, calor, sonido, etc; dependiendo estas diferencias -que esencialmente no existen, pues son única­mente modos de percepción de nuestro sistema nervioso- del mayor o menor número de vibraciones de la onda etérea.
Así, pues, en todo sonido hay luz, calor, electricidad latentes, como en toda luz hay a su vez electricidad, calor y sonido. El ultra violeta del espectro, señala el límite de la luz y es ya calor, que cuando llegue a cierto grado se convertirá en luz… Y la electricidad igualmente. ¿Por qué no ocurriría lo mismo con el sonido? me dije; y desde aquel momento quedó planteado mi problema.
La escala musical está representada por una serie de números cuya proporción, tomando al do como unidad, es bien conocida, pues la armonía se halla constituida por proporciones de número o, en otros términos, se compone de la relación de las vibraciones aéreas por un acorde de movimientos desemejantes.
En todas las músicas sucede lo mismo, cualquiera que sea su desarrollo. Los griegos que no conocían sino tres de las consonan­cias de la escala, llegaban a idénticas proporciones: 1 a 2, 3 a 2, 4 a 3. Es, como observas, matemático. Entre las ondulaciones de la luz tiene que haber una relación igual, y es ya vieja la compara­ción. El 1 del do, está representado por las vibraciones de 369 mi­llonésimas de milímetro que engendran el violáceo, y el 2 de la octava por el duplo; es decir, por las de 738 que producen el rojo. Las demás notas, corresponden cada una a un color.
Ahora bien, mi raciocinio se efectuaba de este modo:
Cuando oímos un sonido, no vemos la luz, no palpamos el calor, no sentimos la electricidad que produce, porque las ondas caloríficas, luminosas y eléctricas, son imperceptibles por su pro­pia amplitud. Por la misma razón no oímos cantar la luz, aunque la luz canta real y verdaderamente, cuando sus vibraciones que cons­tituyen los colores, forman proporciones armónicas. Cada percep­ción tiene un límite de intensidad, pasado el cual se convierte en impercepción para nosotros. Estos límites no coinciden en la ma­yoría de los casos, lo cual obedece al progresivo trabajo de diferenciación efectuado por los sentidos en los organismos superiores; de tal modo que si al producirse una vibración, no percibimos más que uno de los movimientos engendrados, es porque los otros, o han pasado el límite máximo, o no han alcanzado el límite míni­mo de la percepción. A veces se consigue, sin embargo, la simulta­neidad. Así, vemos el color de una luz, palpamos su calor y medi­mos su electricidad…

Todo esto era lógico; pero en cuanto al sonido, tenía una obje­ción muy sencilla que hacer y la hice:
– Es claro; y si con el sonido no sucede así, es porque se trata de una vibración aérea, mientras que las otras son vibraciones eté­reas.

– Perfectamente; pero la onda aérea provoca vibraciones eté­reas, puesto que al propagarse conmueve el éter intermedio entre molécula y molécula de aire. ¿Qué es esta segunda vibración? Yo he llegado a demostrar que es luz. ¿Quién sabe si mañana un termó­metro ultrasensible no averiguará las temperaturas del sonido?

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