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Abelardo Castillo: Noche para el negro Griffiths –fragmento-

Editorial Alfaguara

De él, de Griffiths, he sabido que todavía en 1969 tocaba la trompeta por cantinas cada vez más mugrientas de Barracas o el Dock, acompañado ahora (naturalmente) por algún pianista polaco, húngaro o checo —uno de esos pianistas bien convencionales, a los que no cuesta mucho imaginarlos cuando el último cliente se ha marchado y los mozos apilan las sillas sobre las mesas, tocando abstraídos, solos y como fuera del mundo, notas de una mazurca, un aire de Brahms o una frase del Moldava: con una botella de vino sobre el piano y una multitud de porquerías imperdonables sobre la conciencia—, algún viejo pianista tan fracasado y canalla como él, como Israfel Sebastian Griffiths, y acaso tan capaz de un minuto de grandeza.

La trompeta, dije. No sé, realmente. Jamás he diferenciado bien esas cosas. Puede que Griffiths tocara la trompeta, o hasta el clarinete. Nunca el saxo. Elijo la trompeta porque me gusta la palabra: su sonido. Tiene forma, diría él; se la ve, saltando hacia arriba, dorada, ¿me comprende?, como una nota limpia en la que uno siente que alcanzó lo suyo, que se tocó el nombre. O a lo mejor sólo decía: que está en lo suyo. Porque Griffiths, claro, era un músico pésimo. O si he de ser honrado, era algo peor; era decididamente mediocre. Sólo que lo sabía, y esto (aparte de su nombre) era lo que asustaba en él, lo que a mí me asustaba viéndolo soplar su corneta bajo la luz del Vodka o del Akrópolis, invulnerable, consciente de sus límites como si fuera un genio. Esto y el ala del demonio. Las ráfagas. Ciertas rachas de felicidad y de locura como relámpagos de una música de efímeras o como el resplandor de un sueño donde silbaba Otro: dos, tres endiabladas notas de oro delirante que algunas noches parecían arrebatarlo en mitad de un chapoteo sobre cualquier temita de formidable mal gusto, desquiciarlo del piso, hacerlo saltar de los zapatos y del traje, salirse de él y remontarlo por las motas hasta los límites del círculo, con trompeta y todo, no sé bien qué círculo, pero yo lo sentía así, o como podría sentir de golpe todas las estrellas sobre mi cabeza al entrar una noche en mi departamento o al bajar a un sótano. Y, durante ese segundo, la trompeta del negro irrumpía triunfalmente en la otra zona, ahí donde el jazz y el tango y un Stabat mater comienzan a ser la música, a secas, A tener algo en común, a complicarlo todo.

No digo que estos desplazamientos le ocurriesen muy seguido, no. Ni siquiera me atrevo a asegurar que la noche del chico Baxter ése, noche en que el negro se identificó diez minutos con el ángel —se tocó el nombre—, nos pasara lo del sótano y las estrellas. Pero, vamos a ver. Ya que no hay más remedio que contar yo esta historia (no sé por qué digo que no hay más remedio, pero de cualquier modo no lo hay, Griffiths), quiero ser muy franco. El jazz no me gusta. Ni el hot, ni el otro. Griffiths lo sabía. Y también sabía, aunque sin entender la razón, que yo en el fondo lo despreciaba. 

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