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Maurizio Maggiani: El viajero de la noche

Grupo Editorial Norma

Entonces Marija, la viejísima niña, me rozó el brazo con la mano, se puso el dedo índice recto delante de la nariz y me dijo: ¡sshh!
Y también ella empezó a cantar.
Un pequeñísimo canto, un susurro. Una cantinela, para ser precisos. Como los niños cantan las canciones que han aprendido, aquéllas que cantan sólo para ellos. Que cantan porque nadie los está escuchando mientras lo hacen.
Conocía aquella canción. La sé de memoria aún ahora, dado que la habré oído decenas de veces. Decenas de veces, bajando de Hungría, atravesando Serbia y Bosnia hasta la ciudad de Tuzla. Hasta la náusea, Dios me perdone. Era la canción preferida de Zingirian, el armenio cantarín y nostálgico. El hombre de los ojos dulces que cuando no hablaba cantaba. Cantaba aquella canción para convocar a los clientes a su Taller instantáneo americano. La gente llegaba porque lo conocía a él y conocía la canción. En verdad, era una canción bellísima. Una canción rusa. Decía Zingirian que los rusos son infinitamente más malos que los armenios, pero también mucho más románticos, y en cuestión de canciones no les gana nadie. Y la cantaba también cuando quería coger aliento de su charla; la cantaba a su chica, a la fotografía de su chica pegada en el parasol de su magnífico camión.

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