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Carlos Ruiz Zafón: La Sombra del Viento

Editorial Planeta

La Bernarda afectaba un tono ceremonioso que navegaba con acento cacereño a cal y canto. Con pompa y circunstancia, la Bernarda me guió a través de la residencia de los Barceló. El piso, un principal, rodeaba la finca y describía un círculo de galerías, salones y pasillos que a mí, acostumbrado a la modesta vivienda familiar en la calle Santa Ana, me semejaba una miniatura de El Escorial. A la vista estaba que don Gustavo, amén de libros, incunables y todo tipo de arcana bibliografía, coleccionaba estatuas, cuadros y retablos, por no decir abundante fauna y flora. Seguí a la Bernarda a través de una galería rebosante de follaje y especímenes del trópico que constituían un verdadero invernadero. El acristalado de la galería tamizaba una luz dorada de polvo y vapor. El aliento de un piano flotaba en el aire, lánguido y arrastrando las notas con desabrigo. La Bernarda se abría paso entre la espesura blandiendo sus brazos de descargador portuario a modo de machetes. Yo la seguía de cerca, estudiando el entorno y reparando en la presencia de media docena de felinos y un par de cacatúas de color rabioso y tamaño enciclopédico a las que, según me explicó la criada, Barceló había bautizado como Ortega y Gasset, respectivamente. Clara me esperaba en un salón al otro lado de este bosque que miraba sobre la plaza. Enfundada en un vaporoso vestido de algodón azul turquesa, el objeto de mis turbios anhelos tocaba el piano al amparo de un soplo de luz que se prismaba desde el rosetón. Clara tocaba mal, a destiempo y equivocando la mitad de las notas, pero a mí su serenata me sonaba a gloria y el verla erguida frente al teclado, con una media sonrisa y la cabeza ladeada, me inspiraba una visión celestial. Iba a carraspear para denotar mi presencia, pero los efluvios de Varón Dandy me delataron. Clara cesó su concierto de súbito y una sonrisa avergonzada le salpicó el rostro.

– Por un momento pensé que eras mi tío –dijo-. Me tiene prohibido que toque a Mompou, porque dice que lo que hago con él es un sacrilegio.

El único Mompou que yo conocía era un cura macilento y de propensión flatulenta que nos daba clases de física y química, y la asociación de ideas se me apareció grotesca, cuando no improbable.

– Pues a mí me parece que tocas de maravilla –apunté.

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