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Nate Wooley: Seven Storey Mountain III and IV

 

 

seven storey mountain III and IVDisco 1: Seven Storey Mountain III

 

Músicos:

Nate Wooley: trompeta, amplificador, tape

David Grubbs: guitarra eléctrica

C. Spencer Yeh: violín amplificado

Paul Lytton, Chris Corsano: batería

Matt Moran, Chris Dingman: vibráfono

 

Disco 2: Seven Storey Mountain IV

 

Músicos:

Nate Wooley: trompeta, amplificador, tape

C. Spencer Yeh: violín amplificado

Ben Vida: electrónicos

Chris Corsano, Ryan Sawyer: bateria

Matt Moran, Chris Dingman: vibráfono

Tilt Brass Sextet: Chris Mcintyre en trombon y conduccion, Gareth Flower en trompeta piccolo, Tim Leopold y Chris Dimeglio en trompetas, Jen Baker en trombón y Will Lang en trombón bajo

 

Sello y año: Pleasure of the Text Records, 2013

Calificación: A la marosca

 

El arte nos permite encontrarnos a nosotros mismos y perdernos al mismo tiempo (Thomas Merton)

 

Durante los últimos años, en el ámbito del arte ha tenido lugar una serie de transformaciones cuyas claves esenciales nos impulsan a revisar conceptos e ideas que se consideraban irrebatibles. La perspectiva tradicional sobre la creatividad artística -fundada en el artista como individuo con una aptitud especial, en la obra como producto supremo y en el proceso de creación como algo enigmático que sólo puede desarrollarse al conjuro de la inspiración- ha dejado de ser hoy la única lectura posible. Las prácticas artísticas de nuestro tiempo ya no parecen dirigirse con exclusividad a la creación de objetos o la producción de obras; en su lugar, buscan entronizar el proceso mismo de la creación y tienden a generar un contexto que aspira a superar los límites de la finalidad estética para, de ese modo, alcanzar una función catalizadora en términos sociales, filosóficos y culturales. En esta nueva dimensión procesal se contempla al arte como un acontecimiento -experiencial y experimental- en donde el artista tiene la convicción de que la voluntad de realizar un acto creativo, sin perjuicio de sus resultados, siempre dará lugar a algo absolutamente nuevo y, por ende, transformador del orden establecido.

En más de un sentido, el álbum doble Seven Storey Mountain III and IV pergeñado por el visionario trompetista y compositor estadounidense Nate Wooley, oficia como una epítome de los principios que ubican al desarrollo procedimental de la creatividad artística al mismo nivel de la obra consumada y que, además, entienden a esta última como el resultado de un recorrido en donde la idea fundacional, el concepto que la anima y su ámbito de desarrollo, tienden a ocupar similares jerarquías.

Seven Storey Mountain III and IV forma parte de un ambicioso proyecto –en origen comisionado para el Festival of New Trumpet Music– integrado por siete extensas piezas en cuyo epicentro convergen los principios del drone (estilo de música minimalista que se caracteriza por el uso de sonidos, notas o clusters tonales sostenidos o repetidos en el tiempo) y algunas nociones asociadas al éxtasis religioso descripto por el monje trapense Thomas Merton (1915-1968) en su libro autobiográfico La Montaña de los Siete Círculos publicado en 1948.

La mencionada obra de Merton –cuyo título da vida al proyecto homónimo encarnado por Nate Wooley– es considerada un clásico de la literatura espiritual y ha sido traducida a más de veinte idiomas.

 

Thomas Merton emprendió la escritura de La Montaña de los Siete Círculos a instancias de su superior en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní (Kentucky, Estados Unidos) en donde su autor llevaba una vida dedicada a la oración y la contemplación. En dicha obra autobiográfica, se describe el sinuoso camino que llevó a un joven de vida disipada y licenciosa a convertirse en monje de una de las órdenes monásticas más ascéticas y austeras que se conocen: la denominada Orden Cisterciense de la Estricta Observancia (O.S.C.O., por su nombre en latín).

Los pensamientos y reflexiones de Merton también son aptos para lectores no religiosos ya que su largo trayecto hacia una vida espiritual y la conexión con Dios, lleva implícito un cabal reconocimiento de sus orígenes, una voluntad de búsqueda constante que emana de la insatisfacción y una clara conciencia de los errores e imperfecciones involucrados en ese proceso de transformación.

El monumental emprendimiento propulsado por Nate Wooley –hasta aquí materializado en los álbumes Seven Storey Mountain I de 2009 en compañía de David Grubbs y Paul Lytton, Seven Storey Mountain II de 2011 junto a Chris Corsano y C. Spencer Yeh y en el álbum doble que motiva este comentario– no se enfoca en creencias religiosas específicas sino en las formas culturales en que éstas se expresan y también en la aspiración por simular la experiencia de éxtasis descripta por Merton pero extrapolada al ámbito de la creación musical.

El éxtasis es un estado de plenitud máxima con frecuencia asociado a un nivel de lucidez intensa pasajera y que, en el imaginario religioso, se manifiesta como un estado alterado de la conciencia caracterizado por la reducción de la conciencia externa y la ampliación de la conciencia mental y espiritual interior.

Estos principios –tanto el del éxtasis en términos generales como el del éxtasis religioso en particular- no son del todo ajenos a la creatividad artística. En ese mismo sentido, el escritor austriaco Stefan Zweig señalaba, en El Misterio de la Creación Artística, que el acto de la creatividad acontece cuando el artista “se olvida de sí mismo y se encuentra en una situación de éxtasis que lo sustrae de la realidad objetiva para transportarlo a la esfera de lo espiritual”.

 

El ejercicio de escribir una sinopsis de esta obra resulta un intento banal e impropio para un relato musical tan denso, profundo y complejo como el ofrecido aquí por Nate Wooley. En efecto, el proyecto Seven Storey Mountain aboga por articular conceptos e ideas a través de una narrativa musical abstracta cuyo intento de decodificación puede ser tan pretencioso como querer explicar, en términos más o menos asequibles, el significado de la creatividad, el alma, la inmortalidad o cualquiera de los tópicos abordados por la filosofía a lo largo de la historia.

Aun así, cabe consignar que Seven Storey Mountain III and IV contiene dos extensas piezas electroacústicas que van enhebrando la música drone, el uso de técnicas ampliadas y la electrónica en el marco de un contexto interpretativo afincado en las nociones de éxtasis ya mencionadas.

La primera de ellas –Seven Storey Mountain III– grabada en vivo en el Issue Project Room de New York el 11 de marzo de 2011, alinea a Nate Wooley en trompeta, C.Spencer Yeh en violín, David Grubbs en guitarra eléctrica, Chris Corsano y Paul Lytton en baterías y Matt Moran y Chris Dingman en vibráfonos; y la segunda –Seven Storey Mountain IV– registra un concierto llevado a cabo el 6 de junio de 2013 con una formación en la que Ryan Sawyer reemplaza a Lytton más el agregado del Tilt Brass Sextet (bajo la dirección de Chris Mcintyre) y los electrónicos de Ben Vida.

Las dos piezas –más allá de sus características inmanentes, las estrategias utilizadas en cada una de ellas y la riqueza aportada al material por las personalidades de sus respectivos intérpretes- se atienen a las tres fases de un drone; es decir: preparación, clímax y resolución. En el caso de Seven Storey Mountain III, con las fases de preparación y resolución aposentadas en el sonido del vibráfono; mientras que en Seven Storey Mountain IV la fase de preparación se funda en una combinación instrumental y la resolución en una acertadísima aparición coral del Tilt Brass Sextet. En tanto que, en ambos casos, las fases de clímax tienen un desarrollo colectivo.

Nate Wooley, en Seven Storey Mountain III y IV, ofrece un trabajo profundo, enigmático, introspectivo, entusiasta y misterioso en el que, como toda obra de arte, condena el análisis a la parcialidad y lo somete a una mera aproximación lateral incapaz de aprehenderlo totalmente.

En apariencia, la concepción y desarrollo del álbum está gobernado por la lógica; pero es su estado de éxtasis –en donde pensar, sentir, entender y hacer, parecen estar armónicamente integrados-  en el que encuentra su fundamento creativo y lo hace inalcanzable e inabarcable para el análisis.

No está mal que así sea.

Después de todo, el arte es uno de los pocos medios -si no el único- del que disponemos para iluminar los rincones más oscuros de la mente y el alma humana.

 

Si el mundo fuese claro, el arte no existiría (Albert Camus)

 

Sergio Piccirilli

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