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Oscar Hijuelos: Una Sencilla Melodía Habanera

HijuelosA principios del año 1947, cuando Israel Levis, el compositor de "Rosas Puras", la más célebre de todas las rumbas, regresó de Europa a La Habana, Cuba, en el vapor Fortuna, sus viejas amistades que no lo habían visto en más de diez años se asustaron cuando vieron su aspecto. Aún no había cumplido los sesenta, pero ya estaba blanco en canas y se había dejado crecer una barba despeinada, por lo que parecía un guajiro triste, o al pintor Matisse durante sus últimos años de vida. Ya que veía al mundo a través de las distorsiones que producían sus espejuelos de lentes gruesos y de armazón de alambre, la mirada le lucía perdida, como si estuviera bajo el agua. Además, se veía demacrado, quizá demasiado débil, y con una expresión de agobio en la cara. En todo caso, no fue fácil reconocerlo. Todo parecía una broma, puesto que en sus buenos tiempos en La Habana de los años 1920 y del principio de los treinta, había sido bastante alto de estatura, ancho de espaldas y tan corpulento que cuando andaba por las aceras estrechas de La Habana—para ir al conservatorio de música o al teatro Albizu- tenía que ceder el paso con la espalda pegada firmemente a la pared, o se tenía que meter dentro de un portal para dejar pasar a las señoras con sus sombrillas y carteras bordadas de cuentas. Tan ancha era su cintura e imponente su físico que con su bigote de estilo muy personal les recordaba a sus amistades al humorista del cine mudo Oliver Hardy, "El Gordo" (de "El Gordo y El Flaco"), apelativo que se había vuelto uno de sus apodos bien intencionados, y que con su buen carácter y muy buena fama—cuando visitaba los bares, restaurantes y salas de concierto capitalinos—siempre aceptó con calma.

Cuando Israel Levis pasó más allá del Castillo del Morro y su faro, al navegar su barco hacia los muros de La Punta y los esplendores de La Habana -con sus fachadas neoclásicas tan regias como las de Cartagena de Indias- ya había pasado por algunas transformaciones, debido a que los acontecimientos de su pasado reciente no concordaban con las comodidades y los placeres que su vida burguesa en París y su fama como compositor y director de orquestas le habían facilitado, y a los cuales estaba acostumbrado. Con hombros encorvados y la espalda doblada, parecía que se había encogido a la mitad de su tamaño original y adelgazado tanto durante la guerra que ahora flotaba por dentro de los espacios de sus viejos trajes de hilo. De hecho, él, cuya opinión de lo que era una dieta era privarse de una segunda porción de natilla o de una torta de fresas después de una fuerte cena de cinco platos en el Ritz de París, ahora estaba tan o más flaco que Stan Laurel, el acompañante torpe de "El Gordo"; y, si se atrasara el reloj a su época dorada, y si los eventos de sus últimos años no hubieran sido tan trágicos ni le hubieran desconcertado tanto el alma, lo habrían llamado "El Flaco."

Nunca fue un hombre bien parecido, incluso ni en su mejor época; nunca tuvo el buen tipo de español que tuvo Fernando, su hermano mayor. Al contrario, sabía que su encanto era el producto de su conducta galante, de su afabilidad y de la atención que les prestaba a los demás al mirarlos fijamente en los ojos, salvo cuando se sentía cegado -o indignado- por la más bella de todas las mujeres o el hombre más extraordinariamente atractivo. En esas ocasiones sentía en el corazón una mezcla de envidia y admiración por aquellos hijos e hijas de la vida quienes ambulaban por el mundo con aires de grandeza y poco esfuerzo, y que eran la encarnación de las mismas cualidades de belleza a que siempre había aspirado por medio de su música. Algunas de estas mujeres eran como zarabandas maravillosas de ojos oscuros e intensos, tan misteriosos como los tonos más penetrantes de un aria operística. Las otras, más dispuestas a la lujuria—aquellas mujeres baratas que tantas veces disfrutó en su juventud—eran como las alegres rumbas y los giros desenfrenados del charleston. ¿Y los hombres? Algunos eran tan elegantes como el tango o se movían por la vida de manera segura y zarpó del puerto gallego de Vigo la semana anterior, y el barco hizo una escala en las Islas Canarias de una sola mañana de duración para recoger a otros pasajeros. Trajo un solo baúl negro que contenía los efectos personales que pudo rescatar de los últimos años que pasó en París durante la ocupación alemana: las cartas que valoraba — entre las cuales se encontraba la correspondencia que recibió de Stravinsky y Ravel — y un legajo grueso de correspondencia recibida de sus viejos amigos compositores en La Habana, como por ejemplo, de Ernesto Lecuona y Gonzalo Roig, por sólo nombrar a dos.

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