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Susan Sontag: El Amante Del Volcán

Editorial Alfaguara.

Sólo me gustaba estar con él. Lo que la música me procuraba no se puede calificar de placer, puesto que era más estimulante que eso. La música me dejaba sin respiración. La música se apoderaba de mí. La música me oía. Mi clavicémbalo era mi voz. En su transparente sonido oía el puro, tenue sonido de mí misma. Compuse delicadas melodías, que no eran ni originales ni muy ambiciosas. Era más atrevida cuando interpretaba la música de otros.

Puesto que la asistencia regular a la ópera era un requisito exigido a cualquier persona relacionada con la corte, ciertamente cualquier persona de rango, manifesté que me gustaba, como a él sinceramente le gustaba. No me agrada el teatro. No me atrae lo que es falso. La música no debería verse. La música debería ser pura. No hablé de estos escrúpulos con ninguno de mis compañeros en la ópera, ni siquiera con William, el ardiente e infeliz joven que me apreció hacia el final de mi vida y me procuró el gusto de lo que era sentirse comprendida y comprenderme yo misma (…) En una ocasión, después de tocar una sonata a cuatro manos, él se levantó del piano para tumbarse en un sofá y cerrar los ojos. Cuando le previne contra una reacción demasiado sensual a la música que ejecutábamos, respondió: Ay, es verdad que la música acaba conmigo… y lo que es peor, me complace que acaben conmigo. Yo guardé silencio cuando podía haber seguido con mi homilía, puesto que me supe capaz de una expresión no menos extrema. Podía haber dicho no que la música acababa conmigo sino que yo destruyo a los otros con la música. Mientras yo estaba tocando, incluso ni mi esposo existía.

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