El Ojo Tuerto

The Claudia Quintet: Las cosas por su nombre

Cypress Hall, California State University Northridge – Northridge, California (U.S.A.)
Martes 27 de Octubre de 2009 – 20:00 hs.

Desde tiempos inmemoriales y en casi todas las culturas, el ser humano ha tenido la necesidad de designar a los individuos con un nombre propio que los identifique.
Aunque puede variar según las costumbres de cada idioma o país, por lo general, el nombre de una persona consta de un nombre de pila y uno o varios apellidos.
El apellido o nombre familiar, comúnmente, es el mismo del padre o de la madre o ambos. En aquellos casos en que se desconoce al padre se sugiere utilizar el apellido de la madre, ya que resultaría muy difícil sobrellevar toda la vida un apellido como “no se sabe”, “desconocido” o “parece que fue fulano”. Mucho menos recomendable es inspirarse en sospechas (infundadas o no) que permitan apellidos tales como “el consorcio”, “algunos de los repartidores de pizza” o “el personal de mantenimiento de la compañía de teléfonos”. En cambio, el nombre de pila lo dan los padres a sus hijos cuando nacen o en el bautizo, de ahí la expresión “de pila”, ya que ésta procede de “pila bautismal”. Vale la aclaración para evitar malos entendidos. De hecho, conozco el caso de alguien que tuvo tres hijos y eligió como nombres de pila para sus vástagos: Eveready, Duracell y Energizer, respectivamente.

Existen sociedades, como la nuestra, en las que entre los miembros familiares no se usan nombres propios sino nombres comunes de parentesco como hijo, padre, madre, etc. En lo personal prefiero el uso del nombre propio, aunque tal vez esta especie de fobia obedezca a que nunca me gustó que mis hijas me llamaran… mamá.
El niño aprende su propio nombre antes que el concepto del “Yo”, por eso es muy frecuente que en un principio se designe a sí mismo tal como se siente llamado o que se refiera a los demás señalando con un dedo y diciendo “él” o “eso”. A medida que evoluciona la vida, el nombre del individuo deja su lugar a apelativos que generalmente tienen que ver con algunos de sus rasgos principales: flaco, gordo, petiso, lungo, genio, maestro, animal, inútil, etc. Más tarde, durante el noviazgo, la persona recibe motes cariñosos tales como “angelito”, “amorcito” o “corazoncito”. En los primeros años de matrimonio recuperamos el nombre propio, luego retornan los apelativos (que a esas alturas generalmente se limitan a “panzón”, “pelado” o “zángano”) y finalmente el círculo se cierra tiempo después cuando volvemos a ser designados como “él” o “eso” mientras nos señalan con el dedo.
En cualquier caso está claro que aun cuando vamos aprendiendo a designar cosas cada vez más complejas, las palabras que utilizamos para nombrar esas cosas nos llegan mucho antes de que las hayamos convertido en un concepto.

Todo esto guarda relación con el extraño nombre que John Hollenbeck, Chris Speed, Ted Reichman, Drew Gress y Matt Moran adoptaron para denominar a su banda: The Claudia Quintet. El hecho de que se trate de cinco personas nos permite abrigar vagas sospechas sobre las causas que motivaron la inclusión de la palabra “quintet”; pero resulta mucho más difícil de dilucidar la razón por la cual cinco músicos de pelo en pecho decidieron autodenominarse Claudia.
Aunque pensándolo bien… ¿quién no ha conocido alguna vez un Juan que hubiese preferido llamarse Juana o un Roberto deseoso de ser Roberta? Incluso no debe faltar un Jorge que estaría encantado que lo llamen Jorga…

The Claudia Quintet se constituyó en 1997 a instancias de su líder, el baterista y compositor John Hollenbeck. Si bien el quinteto aparece en el compilado de 1998 the alt.coffe tapes, su debut discográfico recién tuvo lugar en 2002 con el álbum The Claudia Quintet. Dos años más tarde llegaría I, Claudia. En 2005 Semi-Formal y luego editarían For en 2007. La fascinante propuesta de The Claudia Quintet armoniza los hábitos de la música de cámara con la impronta futurista del post-rock, enlaza matices inherentes al minimalismo clásico con elementos de la música improvisada europea y unifica el despojado lirismo del folk con los devaneos exploratorios del avant-jazz.
Ese cruce incesante de fronteras estilísticas también se manifiesta en su montaje sonoro, ya que amalgama una estructura rítmica tradicional de contrabajo y batería con una infrecuente alineación tímbrica que incluye vibráfono, clarinete, saxo y acordeón.

The Claudia Quintet llegó a la ciudad de Northridge como parte de una gira en la que presentaron material de su próximo álbum (a editarse en 2010) y que además de su formación habitual, integrada por John Hollenbeck en batería, Chris Speed en saxo y clarinete, Drew Gress en contrabajo, Matt Moran en vibráfono y Ted Reichman en acordeón, incluiría en carácter de invitado al pianista Gary Versace.
En definitiva, ahora teníamos en escena a un quinteto de seis miembros y las mismas dudas sobre las motivaciones que los llevaron a adoptar el nombre de Claudia.
Dudas que, tal vez, nunca lleguemos a disipar completamente ya que un nombre puede englobar el anhelo por recuperar algo perdido o representar un recuerdo que sólo tiene valor para quien lo evoca. Un magnífico ejemplo de esto es Citizen Kane.
Citizen Kane es una película de 1941 dirigida y protagonizada por Orson Wells a la que se considera una de las obras maestras de la historia del cine. La escena inicial nos muestra, agonizando en la alcoba de su mansión, al magnate de prensa Charles Foster Kane. Los sirvientes son los únicos que lo acompañan en sus instantes finales y también los únicos que logran escuchar la última palabra que pronuncia antes de morir: Rosebud. El resto del filme gira en torno a la investigación periodística que pretende dilucidar el significado de ese vocablo. La pesquisa ayuda a modelar la compleja imagen del fallecido pero no aporta datos sobre la misteriosa palabra pronunciada por Kane en su lecho de muerte, algo que sólo descubrirá el espectador en la escena final de la película. Es probable que usted no haya visto Citizen Kane, así que voy a mantener el misterio para que descubra por sí mismo qué quiere decir Rosebud. Jamás debe contarse el final de una película. En cambio, si ya vio el film, sabe que Rosebud era el nombre del trineo con el que el magnate jugaba cuando era niño.
Inspirado en la trama de esta joya del séptimo arte, llegué a la conclusión que quizás la presentación de The Claudia Quintet arrojaría luz sobre el misterio de su nombre.

El concierto da inicio con el inédito Royal Toast. Una vaporosa introducción en saxo tenor a cargo de Speed nos conduce a un empaque sonoro con motivos muy cortos que se repiten, entrecruzan y se multiplican. A la manera de un tema con variaciones, los ritmos se intercalan con fantasía y colorido desbordantes. La batería de Hollenbeck y el contrabajo de Gress construyen un tempo fracturado de inescrutable precisión y el piano de Versace y el vibráfono de Moran hacen gala del mejor contrapuntismo. El tejido armónico se completa con los inusuales adornos que fluyen del acordeón de Reichman, terminando así por configurar una estética de inigualable lirismo y con cualidades melódicas y rítmicas que parecen hermanar al barroco con el jazz.
Crying Merry nos sumerge en un profundo y delicado alegato camarístico que progresa por semitonos cromáticos hasta alcanzar un clímax en el que la previsible sucesión de solos deja su lugar a una secuencia en donde el protagonismo de la línea melódica rota de instrumentos y cambia de manos con sutil naturalidad. Hollenbeck, con encomiable elegancia, aporta infinitos matices alternando escobillas, baquetas y mazas sobre el inquebrantable pulso del contrabajo de Gress. En tanto que Moran, Reichman y Speed crean un clima de extraña belleza sobre el que asoma un fraseo en piano con aires de réquiem que Versace resuelve con trazos mínimos, sobriedad y mesura. Luego, un hipnótico crescendo desemboca en un pasaje de libre improvisación del que emerge el motivo original hasta desvanecerse pausadamente en una coda gobernada por cautivantes silencios. ¿Qué puedo decir? Pegame y llamame Claudia

Y hablando de Claudia… Ya podemos ir descartando opciones. Definitivamente, el nombre de la banda no tiene relación con la raíz etimológica de la palabra Claudia ya que ésta proviene del latín Claudinus que significa “la que anda con dificultad”; y nada más alejado de eso que la seguridad y firmeza expuestas por la banda. Tampoco es explicación suficiente argumentar que la elección del nombre pretendiera conservar una cualidad femenina, aun cuando el grupo manifieste delicadeza y suavidad femínea. Ni resulta convincente creer que en una búsqueda por describir el enfoque musical del quinteto hayan pretendido emular las denominaciones que suelen adoptar los ensambles de cámara (Arditti Quartet, Kronos Quartet, etc.) ¿Y entonces? No sé…

Euromat exhibe una plástica austera con ausencia de ornamentos. El ascetismo de texturas y un pulso constante, con énfasis en la armonía tonal, dibujan un horizonte sonoro asociado al purismo estructural y funcional del minimalismo clásico de Steve Reich; pero visto desde una perspectiva próxima al sistema cromático de Gyorgy Lygeti.
El concepto exploratorio en The Claudia Quintet no deriva de un hecho objetivo en sí, sino que responde a una necesidad espiritual. Esto permite que sus composiciones no parezcan experimentales aun cuando integren tendencias innovadoras. Una prueba de ello fue el tema de cierre: Caromac. Un galimatías instrumental que contiene estructuras repetitivas de timbre, dinámica y textura propias del post-rock en infrecuente conjunción con recursos del serialismo y el dodecafonismo.

Esta banda espera oyentes que trabajen con su música y no que se entretengan con ella un rato y vuelvan a sus casas. Tal vez por eso resultó lógico que la noche cerrara con un debate abierto. La última escena nos traería un primer plano de Hollenbeck contando la historia de una atractiva joven llamada Claudia que prometió asistir a uno de los primeros conciertos de la banda pero que jamás volvieron a ver.
Quizás, idealizando su regreso, es que empezaron a decir: Las cosas por su nombre.

Sergio Piccirilli

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