Adriana de los Santos – Federico Zypce: Mucho Ruido y Muchas Nueces
Domus Artis – Buenos Aires
Domingo 20 de mayo de 2007 – 20:30 hs.
“Puede que sea injusto que yo espere que todo el mundo elabore mis canciones y si alguien tiene un sentimiento positivamente coherente de uno de mis temas, me siento satisfecho. Pero, realmente: ¿por qué debemos hacer que el oyente tenga todo fácil? ¿Por qué tiene que ser su rol tan pasivo? (…) Si vos estás involucrado en algo que trata de operar en niveles diferentes, más elevados, ¿por qué debe resultarle fácil a la gente el escuchar? ¿Por qué deben obtener todo de un saque, sin ningún tipo de compromiso de su parte? No se trata de un compromiso con la persona que hizo la música, ni siquiera con el disco, sino con ellos mismos. Un compromiso de involucrarse activamente en esa porción de tiempo que le están dedicando a algo. Para sentir que están vivos”
Sí, un poco larga la introducción, es verdad. Esta declaración nos fue realizada por Peter Hammill en 1992 en ocasión de su primera visita a Buenos Aires. Luego fue levantada por varios medios y hasta publicada en algún libro. Sin saberlo, el querido Pedro me ha dado letra y de las buenas.
La cita no es arbitraria, aunque quién sabe. Lo cierto es que el domingo 20 de mayo me metí en un hermoso lío del que hay que intentar salir de alguna manera más o menos digna. La tarea, si bien no será sencilla, tiene dos culpables absolutos: Adriana de los Santos y Federico Zypce.
Ambos tienen un currículum que, injustamente, no va de la mano de la popularidad y el reconocimiento de las masas. La (básicamente) pianista Adriana de los Santos y el inclasificable (disculpen, pero no encuentro vocablo mejor) Federico Zypce son dos de los mejores músicos argentinos; sus posturas ante el arte están teñidas de una dignidad, compromiso y combatividad difícilmente hallables y no sólo en estas tierras. El espectáculo se anunciaba como un “Concierto de Música para piano, motores livianos, placas metálicas, piedras, motores giratorios, taladros pequeños, resortes e instrumental propio”. Y si puede parecer pomposo o pretencioso, pues no lo es. Ni de mínima, ni de máxima.
La sala tiene una capacidad reducida, para unas 40 personas. Para un espectáculo de esta naturaleza, donde lo visual tiene una vital importancia, resulta ideal. Para la economía de los músicos, seguramente no tanto. Al ingresar, nos encontramos con los instrumentos (¿instrumentos? sí, instrumentos) dispuestos para la primera de las obras, Cenestesia, “para piano preparado y parlanteo en caja armónica”.
A las 21:10 hs. de los Santos se sienta al piano y arremete con una suerte de melodía “poptemporánea” (algo así como un mix entre el pop y la clásica contemporánea). También larga una pista desde un CD player de la que surgen explosiones, motores y derivados. Zypce observa, concentrado, aunque algo seguramente estará haciendo. El final es tan abrupto como sorpresivo. La pianista empieza a confirmar sus bondades, que son muchas.
La Plusvalía, “para 6 motores livianos y cinta”, cuenta con el aporte adicional de una voz en off que hace las veces de un director de orquesta dando órdenes cual dictador en ciernes que los músicos (trabajadores) deben acatar a como dé lugar. La voz es mecánica, fría, con cierta distorsión. Se encima, da varias órdenes a la vez, el ritmo es frenético. La base de operaciones son dos planchas con tres motores cada una, convenientemente numerados del 1 al 6 y que los músicos van pulsando a medida que la voz se los ordena / exige. Dos de los pequeños motores están conectados a radiograbadores que al activarse emiten música pop. Hay un fuerte espíritu teatral en la puesta. Pulsan hasta con la frente. La tensión es casi insoportable.
Ellos transpiran, yo también. El mensaje es clarísimo. El título, ideal. Todo se acelera; se fastidian, gesticulan, sólo les falta putear. Pienso que hay que tener un borne sulfatado para componer esto y, además, ejecutarlo a la perfección. Y que resulte atractivo a los ojos, a los oídos y al espíritu. De pronto la voz, mecánica y monocorde, se vuelve amable. Pero no tanto. Increíble momento. Diez minutos de adrenalina pura.
Al terminar (y mientras preparan los instrumentos para la próxima obra) Zypce (que ha compuesto todas las piezas con la excepción de una, en conjunto con de los Santos) suelta un “qué calor”. De los Santos vuelve al piano. Como base, un grave sonido electrónico comandado por Zypce. La base es machacante; un vals Mozartiano es ensuciado por de los Santos con todo éxito. Zypce percute chapas, de los Santos le aplica al piano una sucesión de codazos. De pronto, música disco; de nuevo Mozart y las chapas. Se escuchan sonidos similares al de una gallina convenientemente procesados. Ahora Zypce percute resortes. Queda una base pop. Ambos pasan a los “gemelos”, instrumentos que cuentan con dos cuerdas hechas con tanza corta pasto y una soga, que interpretan con arco de violín. Los sonidos chirriantes se convierten en atractivamente molestos… o viceversa. Un algodón es pasado por la soga. De los Santos regresa al piano, Zypce a las chapas, que tienen su afinación pre-determinada. Es otro instrumento ideado por Zypce que consta de un platillo cortado en fragmentos similares a porciones de fainá. Se denomina “ride fragmentado”. Se enciende un Wincofón con lámpara Osram incluida; vuelven los sonidos industriales con una melodía que no preanuncia al final… pero lo es.
Luego de la interpretación de La distribución de la riqueza (“para piano, instrumental propio y objetos”), se produce un minuto de silencio absoluto en el que nadie sabe si el tema terminó o no. Luego, alguien se anima a aplaudir. Hay desconcierto, sorpresa y admiración.
Estamos en una gran noche.
La cuarta pieza es ¡Piquetero!, “para placas metálicas, piedras, motor giratorio, cinta, metrónomo, aguja, luces y dos taladros”
Zypce enchufa y desenchufa objetos; conecta otro Winco, taladros y las luces se apagan y encienden (obviamente) en forma intermitente. De fondo se escucha una manifestación; ambos toman dos piedras y las golpean una contra otra sobre una base electrónica. El Winco, al girar, acciona un mecanismo increíble que, con distintos elementos metálicos, emite un loop percusivo que sirve de apoyo al aluvión que ahora interpretan sobre las chapas. La sincronización es perfecta. Suena un fragmento operístico, se enciende un metrónomo y ahora las chapas están siendo literalmente taladradas por ambos. Vuelven las voces. Final.
La última obra del concierto es el hit (bueno… ustedes entienden…) Ni impuestos ni nada, “para piano, instrumental propio y sierra sinfín”. Es apenas un minuto de inusitada violencia que empieza con la voz de una vecina que, con enjundia, reclama “es una vergüenza esto”, para después agregar: “ni impuestos ni nada vamo’ a pagar…”. esta última frase se repite una y otra vez; el piano, luces enceguecedoras, la sierra y potentes sonidos cercanos al estruendo transforman a Ni impuestos… en una avasallante declaración de principios y en un final aceitado y acertado para el concierto.
Que duró poco menos de una hora y que nos dejó ansiosos, perturbados, conmovidos, sorprendidos y si no agrego más es porque me han dicho varias veces que está mal eso de “adjetivar”.
Adriana de los Santos y Federico Zypce han ofrecido un espectáculo músico / teatral memorable. En otras manos (y otras cabezas), probablemente no hubiera pasado de un lindo experimento snob. Pero aquí, nada de eso. Podemos hablar de los instrumentos y la música y la puesta ideados por Zypce. Del inagotable talento interpretativo de Adriana de los Santos.
Pero lo que verdaderamente conmueve es la actitud que estos dos músicos tienen ante el arte… y la vida.
Actúan poco, es cierto. Y también entendible.
Lo que hacen, no encantará a multitudes.
Porque, volviendo a Hammill, exigen un compromiso real del espectador al que sacan de su rol pasivo habitual. No hay margen para la indiferencia.
Y otra vez, si tienen aunque sea un poco de confianza en lo que se vierte desde este lugar, no los dejen pasar.
Estén atentos.
Presenciarán algo único e inolvidable.
Y hecho por dos artistas de nivel superlativo.
Hubo mucho ruido.
Y muchas nueces.
Marcelo Morales