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Mario Levrero: Todo el tiempo

Casa Editorial Hum

El médico fue terminante:
– Este muchacho -dijo- no podrá soportar el próximo invierno.

Mi madre salió del consultorio hecha un mar de lágrimas.

– No te preocupes -le dije-. Ese médico no sabe nada. Con mi amigo tenemos planeado construir un órgano electrónico. Es barato y relativamente sencillo. Cuando esté pronto, podremos disipar toda la energía del Bolero de Ravel en forma definitiva.

– ¿Tú crees? -preguntó mi madre, mirándome esperanzada.
Ella siempre había tenido mucha confianza en mis palabras.

– Seguramente -le dije; pero todo aquello no era cierto. Cuando llegué a casa me puse a pensar en el invierno y rompí a llorar con desesperación.

Pero algo de cierto había en lo que había dicho a mi madre; algo musical, cuya forma definitiva aún no conocíamos, estábamos fabricando; en realidad era una orquesta. Mi amigo venía casi diariamente con botellas vacías, que recogía aquí y allá, y que en mi apartamento, en una de las tantas piezas inútiles y polvorientas, iba ordenando según su tamaño y calidad de sonido, llenas de agua a distintos niveles. También acumulábamos tubos de cartón, los cuales habían contenido originalmente hojas de papel y que, según descubrimos, al estar vacíos y ser destapados con violencia producían un sonido breve y profundo; una serie rápida de manipulaciones de este tipo daba una idea aproximada del sonido del contrabajo. Contábamos también con un viejo violín de una sola cuerda, y unos tubos anchos de goma, cuya finalidad original desconocíamos, que podían servirnos para obtener distintos sonidos -ya fuese golpeándolos con una varilla metálica o cantando con la boca pegada a un extremo: distorsionaban la voz humana hasta hacerla irreconocible, y al mismo tiempo la amplificaban y producía ecos.

Pero cuando creíamos que todo recién comenzaba, todo había terminado hacía mucho tiempo

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