Ernesto Sábato: Sobre Héroes Y Tumbas

–Aquí es –dijo.

Se sentía el intenso perfume a jazmín del país. La verja era muy vieja y estaba a medias cubierta con una glicina. La puerta, herrumbrada, se movía dificultosamente, con chirridos.
En medio de la oscuridad, brillaban los charcos de la reciente lluvia. Se veía una habitación iluminada, pero el silencio correspondía más bien a una casa sin habitaciones. Bordearon un jardín abandonado, cubierto de yuyos, por una veredita que había al costado de una galería lateral, sostenida por las columnas de hierro. La casa era viejísima, sus ventanas daban a la galería y aún conservaban sus rejas coloniales; las grandes baldosas eran seguramente de aquel tiempo, pues se sentían hundidas, gastadas y rotas.
Se oyó un clarinete: una frase sin estructura musical, lánguida, desarticulada y obsesiva.

— ¿Y eso? –preguntó Martín.
— El tío Bebe –explicó Alejandra–, el loco.

Atravesaron un estrecho pasillo entre árboles muy viejos (Martín sentía ahora un intenso perfume de magnolia) y siguieron por un sendero de ladrillos que terminaba en una escalera de caracol.

— Ahora, ojo. Seguíme despacito.

Martín tropezó con algo: un tacho o un cajón.

— ¡No te dije que andés con ojo! Esperá.

Se detuvo y encendió un fósforo, que protegió con una mano y que acercó a Martín.

— Pero Alejandra, ¿no hay lámpara por ahí? Digo… algo… en el patio…

Oyó la risa seca y maligna.

— ¡Lámparas! Vení, colocá tus manos en mis caderas y seguíme.
— Esto es muy bueno para ciegos.

Ernesto SábatoSintió que Alejandra se detenía como paralizada por una descarga eléctrica.

— ¿Qué te pasa, Alejandra? –preguntó Martín, alarmado.
— Nada –respondió con sequedad–, pero hacéme el favor de no hablarme nunca de ciegos.

Martín volvió a poner sus manos sobre las caderas y la siguió en medio de la oscuridad. Mientras subían lentamente, con muchas precauciones, la escalera metálica, rota en muchas partes y vacilante en otras por la herrumbre, sentía bajo sus manos, por primera vez, el cuerpo de Alejandra, tan cercano y a la vez remoto y misterioso. Algo, un estremecimiento, una vacilación, expresaron aquella sensación sutil, y entonces ella preguntó qué pasaba y él respondió, con tristeza, "nada". Y cuando llegaron a lo alto, mientras Alejandra intentaba abrir una dificultosa cerradura, dijo "esto es el antiguo Mirador".

— ¿Mirador?
— Sí, por aquí no había más que quintas a comienzos del siglo pasado. Aquí venían a pasar los fines de semana los Olmos, los Acevedo…

Se rió.

— En la época en que los Olmos no eran unos muertos de hambre… y unos locos…
— ¿Los Acevedo? –preguntó Martín–. ¿Qué Acevedo? ¿El que fue vicepresidente?
— Sí, esos.

Por fin, con grandes esfuerzos, logró abrir la vieja puerta. Levantó su mano y encendió la luz.

— Bueno –dijo Martín–, por lo menos acá hay una lámpara. Creí que en esta casa sólo se alumbraban con velas.
— Oh, no te vayas a creer. Abuelo Pancho no usa más que quinqués. Dice que la electricidad es mala para la vista.

Ernesto SábatoMartín recorrió con su mirada la pieza como si recorriera parte del alma desconocida de Alejandra. El techo no tenía cielo raso y se veían los grandes tirantes de madera. Había una cama turca recubierta con un poncho y un conjunto de muebles que parecían sacados de un remate: de diferentes épocas y estilos, pero todos rotosos y a punto de derrumbarse.
— Vení, mejor sentáte sobre la cama. Acá las sillas son peligrosas.
Sobre una pared había un espejo, casi opaco, del tiempo veneciano, con una pintura en la parte superior. Había también restos de una cómoda y un bargueño. Había también un grabado o litografía mantenido con cuatro chinches en sus puntas.
Alejandra prendió un calentador de alcohol y se puso a hacer café. Mientras se calentaba el agua puso un disco.

— Escuchá –dijo, abstrayéndose y mirando al techo, mientras chupaba su cigarrillo.

Se oyó una música patética y tumultuosa.
Luego, bruscamente, quitó el disco.

— Bah –dijo–, ahora no la puedo oír.

Siguió preparando el café.

— Cuando lo estrenaron, Brahms mismo tocaba el piano. ¿Sabés lo que pasó?
— No.
Ernesto Sábato— Lo silbaron. ¿Te das cuenta lo que es la humanidad?
— Bueno, quizá…
— ¡Cómo quizá! –gritó Alejandra–, ¿acaso creés que la humanidad no es una pura chanchada?
— Pero este músico también es la humanidad…
— Mirá, Martín –comentó mientras echaba el café en la taza– ésos son los que sufren por el resto. Y el resto son nada más que hinchapelotas, hijos de puta o cretinos, ¿sabés?

Trajo el café.
Se sentó en el borde de la cama y se quedó pensativa. Luego volvió a poner el disco un minuto.

— Oí, oí lo que es esto.

Nuevamente se oyeron los compases del primer movimiento.

— ¿Te das cuenta, Martín, la cantidad de sufrimiento que ha tenido que producirse en el mundo para que haya hecho música así?

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