Witold Gombrowicz: Ferdydurke
(…) Así, cuando el pianista aporrea a Chopin sobre el estrado, decís: El encanto de la música de Chopin, en la congenial interpretación del gran pianista, arrastró y encantó a los oyentes. Mas posiblemente, y en realidad, casi ninguno de los oyentes quedó encantado. Es posible que, si ellos no hubiesen sabido que Chopin era un gran genio y aquel pianista un gran pianista, habrían recibido la cosa con menos encanto.
También es posible que, si cada uno de ellos, pálido por el entusiasmo, aplaude, grita y se contorsiona, esto se deba a que los demás también aplauden y se contorsionan; porque cada uno cree que los demás experimentan un goce enorme, una conmoción supraterrestre, y por eso él también empieza a demostrar señales de goce; y de este modo puede ocurrir que en la sala nadie en absoluto sea encantado directa e indirectamente y, sin embargo, todos están mostrando efectos de un excepcional encanto, pues cada uno se adapta a las manifestaciones y exteriorizaciones de su vecino.
Y solamente cuando todos, en su conjunto, se hayan excitado y obligado entre sí a los aplausos, gritos, rubores y elogios, sólo entonces, digo, esas manifestaciones engendrarán en ellos el sentiomiento de goce y admiración; porque debemos adoptar nuestros sentimientos a nuestras manifestaciones. Pero también es cierto que escuchando aquella música cumplimos algo como un acto religioso y ritual; y, así como participamos en la santa misa piadosamente postrados y arrodillados, del mismo modo participamos en un concierto de Chopin postrándonos ante el dios de lo bello; y en este caso nuestra admiración constituye sólo un acto de formal homenaje.
¿Quién, sin embargo, podría decir cuánto hay, en eso bello, de verdaderamente bello y cuánto de procesos histórico-sociológicos? Bah, bah; es sabido que la humanidad lo necesita: ella elige éste o aquél de sus numerosos creadores (pero ¿quién sabrá poner en claro todos los móviles de su elección?), y he aquí que lo eleva por encima de otros, empieza a aprenderlo de memoria, en él descubre misterios y hechizos, a él adapta su modo de sentir; y si, con la misma obstinación y empeño, nos hubiésemos puesto a sublimar a alguno de los inferiormente geniales creadores, éste también, creo, se nos habría convertido en genio.