Guillermo Klein: Domador de huellas
Domador de huellas, Zamba para la viuda, Chacarera del zorro, Coplas del regreso, La pomeña, Zamba de Lozano, De sólo estar, Me voy quedando, Cartas de amor que se queman, Maturana, Serenata del 900, Carnavalito del duende, Zamba del carnaval, La mulánima
Músicos:
Guillermo Klein: piano, voz
Daniel “Pipi” Piazzolla: batería
Matías Méndez: bajo eléctrico
Esteban Sehinkman: Rhodes
Martín Pantyrer: clarinete, clarinete bajo
Gustavo Musso: saxo tenor
Juan Cruz de Urquiza: trompeta
Richard Nant: trompeta y percusión
Invitados:
Liliana Herrero: voz en La pomeña y Serenata del 900
Carme Canela: voz en Cartas de amor que se queman
Ben Monder: guitarra en Cartas de amor que se queman
Román Giúdice: voz y percusión en La mulánima
Limbo Music / Sunnyside / Acqua, 2010
Calificación: Está muy bien
No voy a especificarle exactamente cuándo, en parte porque es irrelevante y además porque no lo recuerdo; pero fue en algún día de octubre que estaba tomando un café (petrolífero) en uno de los tantos bodegones existentes en la hoy Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El mozo / dueño era (es) uno de esos personajes de los que ya hay cada vez menos, un gallego sesentón que jamás podrá pronunciar correctamente la palabra “fútbol”, por ejemplo, deporte al que se referirá inequívocamente pronunciándolo “furbo”. No entraré en detalles acerca del escaso aseo no sólo del pocillo sino del mozo en cuestión porque no viene al caso. Pero esos lugares, no me pregunte por qué, me llaman. Como si tuviera la certeza de que algo siempre ocurrirá. Y, efectivamente, así fue. Estaban descargando en ese momento una mercadería un señor de unos 50 años junto con un joven de aproximadamente 20 (o menos). Vaya uno a saber qué ocurrió… lo cierto es que el cincuentón comenzó a maltratar al muchacho de manera difícil de disimular. Cuando se quedó (el muchacho) para terminar el trámite con el mozo / dueño, éste le dice en tono paternal pero férreo:
-
Joder, por qué te déjar martratá así, terminarás siendo un vasallo…
-
No es vasallo, jefe, es Varallo (replicó el párvulo).
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A mí no me dircutas, que Varallo fue un goleador del Boca Iúnior como ya no hay. Te he dicho vasallo, que no termines como uno de ellos. Que a la próxima que te martrate, bien le vendría a esa bestia una hostia.
Mucho más allá del carácter didáctico (o no) del mozo / dueño, me quedó rebotando no sólo la situación en sí; la palabra “vasallo” me resultó tan justa, ubicua, exacta y tan poco utilizada que me llamó poderosamente la atención.
Según el diccionario de la RAE, un vasallo es una persona que reconoce a otra por superior o tiene dependencia de ella; o bien un súbdito de un soberano o de cualquier otro gobierno supremo e independiente. Estamos hablando de una época un tanto lejana, por allá… en lo que a posteriori se ha dado en llamar Edad Media. Pero ojo al piojo, atenti al ladri, no hagan olas, que un vasallo no era un siervo ni mucho menos. Su condición no se consideraba denigrante ni humillante, pero… tengamos en cuenta el contexto y la época, donde se permitían o toleraban o incluso estaban bien vistas estas situaciones… sí… digámoslo… denigrantes y humillantes.
Lo cierto es que de acuerdo a un par de papiros hallados tras las ramas de un abedul, el vasallo le brindaba al señor, rey o quien fuere, protección, prestación militar y fidelidad absoluta, recibiendo a cambio tierras y amparo. También nos enteramos de la existencia de una “pirámide de vasallaje”, que les permitía a los vasallos tener a sus propios ídem. Y que para que un vasallo fuera aceptado, ratificado, considerado como tal, se realizaba una ceremonia donde el fulano en cuestión se arrodillaba, colocaba sus manos sobre las del “señor” y asumía en voz alta su condición con la frase “Señor, me hago vuestro hombre”. El capo cerraba las manos sobre las del súbdito, aceptándolo, y se daban un beso.
Esta celebración llevaba el nombre de “homenaje”.
Un homenaje es un acto o serie de actos que se celebran en honor de alguien o algo; también implica sumisión, veneración, respeto hacia alguien o de algo. En el campo de la música se ha acentuado en los últimos tiempos el “disco homenaje” o “disco tributo”. (Tributo: “ofrecer o manifestar veneración como prueba de agradecimiento o admiración”). No nos pondremos puntillosos con las diferencias que pueden surgir entre ambos vocablos –homenaje y tributo- porque si no deberíamos recalar (al menos para este escriba) en esa suerte de burrada o, al menos, redundancia, que muchos insisten en utilizar aún hoy: “tributo homenaje”.
Cierto es que muchas veces hay homenajes que parecen actos de repudio, aunque de manera no intencional, sin premeditación ni alevosía, aunque en algunos casos quedan tantas dudas…
Y de aquel café petrolífero, el gallego, la mercadería y el candidato a vasallo, rebobinamos aleatoriamente (aunque no tanto) a la noche del jueves 16 de octubre de 2008. En esa oportunidad, y en el marco del Festival Buenos Aires Jazz, se presentó el pianista, compositor y arreglador Guillermo Klein en el Teatro I.F.T. Los responsables del festival le habían comisionado un homenaje nada menos que a Gustavo “Cuchi” Leguizamón. Y el concierto fue magnífico. En esa oportunidad, el pianista se presentó acompañado por Daniel “Pipi” Piazzolla en batería, Richard Nant en percusión, trompeta y flugelhorn, Matías Méndez en bajo eléctrico, Esteban Sehinkman en teclados, Gustavo Musso en saxos, Juan Cruz de Urquiza en trompeta y flugelhorn, Martín Pantyrer en clarinete bajo y saxo barítono y el propio Klein en piano y voz. Y con el mismo personal acaba de editar Domador de huellas, cuyo subtítulo exime de comentario alguno: Música del “Cuchi” Leguizamón.
Según teníamos entendido, de cada una de las comisiones encomendadas se editaría un CD reflejando el respectivo concierto. Pero vaya uno a saber si se ha tratado de cuestiones artísticas, técnicas o burocráticas, ello no ocurrió. Así fue entonces que Mariano Otero editó su “Desarreglos” (tributo al guitarrista Walter Malosetti) en estudio y ahora ocurre lo mismo con Guillermo Klein. Domador de huellas fue registrado en diciembre de 2009. Era de esperar entonces que, catorce meses después, algunas cosas cambien. En los arreglos y en el repertorio. Pero el hecho de que el álbum haya sido grabado en estudio permitió la inclusión de algunos invitados como las cantantes Liliana Herrero y Carme Canela, el guitarrista Ben Monder y Román Giúdice en voz y percusión.
El inicio marca una diferencia con la actuación citada, con Klein musicalizando un texto, Domador de huellas, de Leguizamón. Las demás músicas pertenecen al homenajeado; no así las letras, repartidas entre Manuel Castilla, Miguel Ángel Pérez, Luis Franco, Hugo Alarcón y, por supuesto, Leguizamón. En el track de apertura (que da título al CD), Klein toma unas líneas narradas por el “Cuchi” y compone a partir de las inflexiones, exclamaciones y giros diversos que el salteño utilizara al hablar… casi como si cantara. Las interpreta de manera cansina y sentida, con Martín Pantyrer oficiando de segunda voz por encima de una base con aire de zamba y que parece oficiar de solapada introducción.
Zamba para la viuda, con su tristeza a cuestas respeta, a pesar de los intrincados arreglos, la melodía original. Por momentos la instrumentación parece excesiva; el buen pasaje a cargo de Klein en piano y Sehinkman en Rhodes asoma como un punto de inflexión hacia una atmósfera más reflexiva que se eleva hasta un final con cierto espíritu de epicidad.
Chacarera del zorro, nuevamente con la voz del pianista en el inicio, luego comienza a mostrar un costado más extrovertido en la propuesta, merced a un exquisito y complejo arreglo de bronces y a una base económica y sólida. El generoso y adictivo arranque de Coplas del regreso, a cargo de Klein y el bajista Matías Méndez, muestra una de las facetas del pianista que, en lo personal, más disfruto. Una base potente, monolítica y no monótona permite degustar al octeto en su plenitud con buenos momentos de Juan Cruz de Urquiza en trompeta y un soberbio dueto percusivo de las manos (y palillos) de Daniel Piazzolla y Richard Nant.
La pomeña es el primero de los dos temas que cuenta con las bondades de la cantante Liliana Herrero. Aunque aquí no parece sentirse tan cómoda como en sus experiencias Leguizamoneñas previas y de un carácter minimalista en la instrumentación como las que realizara junto a, por ejemplo, Juan Falú. Zamba de Lozano, al igual que Zamba para la viuda, permiten reconocer fácilmente al original. De solo estar parece continuar con el espíritu reflexivo imperante hasta aquí apoyado en un sobrio arreglo de bronces hasta que Piazzolla aparece para imprimirle otro vigor. Distinto es el tratamiento en Me voy quedando; la ausencia de saxo, trompetas y clarinete brinda un carácter más intimista y con otro tipo de densidad.
Cartas de amor que se quemanes impecable en su faz instrumental, pero la voz de Carme Canela no termina de convencerme, al menos en proyectos como éste (y lo mismo me ocurrió al presenciar su actuación en el Festival Buenos Aires Jazz 2009). Ben Monder es el otro invitado aquí en una labor exenta de protagonismo.
Maturana es una de las joyas del álbum. Luego de una exquisita intro en piano a cargo del líder, la soberbia e impactante relectura es responsabilidad exclusiva de Juan Cruz de Urquiza y Richard Nant en trompetas, Martín Pantyrer en clarinete bajo y Gustavo Musso en saxo tenor. Serenata del 900 brinda otro de los momentos sublimes del CD. Con un Sehinkman contenido y exacto en el Rhodes, Klein trazando, a veces sugiriendo la melodía y un arreglo camarístico que permite un brillante dueto en trompeta y clarinete que tiene como valor agregado a una Liliana Herrero en estado de gracia. Carnavalito del duende aporta la explosión desde el inicio mismo y también una conjunción prácticamente ideal entre el folclore del salteño, el jazz contemporáneo y la libre improvisación. Notable, complejo, atractivo, controladamente caótico y genial.
El ascetismo se hace presente en Zamba del carnaval, con Gustavo Musso liderando en saxo tenor y el pulso marcado por una fuerte presencia del bombo legüero. El cierre es con La mulánima, cantada por Guillermo Klein y Román Giúdice y con el grupo, sin la presencia de los bronces, en estado de implosión.
Guillermo Klein, con mucho entusiasmo, fervor, dedicación y talento, ha decidido homenajear a uno de los artistas más emblemáticos de la música folclórica argentina. En una labor encomiable, atractiva y riesgosa, el pianista optó por un formato que no siempre parece resultar el ideal. No obstante (y téngase en cuenta que Klein es un artista al que se le puede exigir y mucho), Domador de huellas asoma como un álbum con aristas interesantes y diferentes, con un enfoque poco habitual, con una mirada respetuosa pero no obsecuente, por momentos artísticamente irreverente y plagado de sutilezas.
Guillermo Klein es uno de los artistas más interesantes que han surgido en la Argentina en las últimas tres décadas. Y, seguramente, una de las mentes más lúcidas para encarar proyectos como éste.
Y homenajear honorablemente, venerando a Leguizamón, por supuesto, pero sin dejar de ser Guillermo Klein.
Y no es poca cosa, créame…
Marcelo Morales