Ezequiel Martínez Estrada: Carta a Victoria Ocampo
Señora:
Para cumplir mi promesa de esbozar en algunas líneas el mapamundi de mi vida, recorrí no menos de veinte veces el camino del recuerdo. Equivale a sacar de un cofre mariposas pulverizadas. De ese repaso que creía tan lleno de interés y de emociones, sólo me resta una grande, trágica desilusión; porque se trata de una vida que ni a mí mismo puede interesarme ya.
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Mis primeras lecturas extensas fueron el Quijote, la Historia de España de Lafuente y Misericordia de Galdós. Durante el tiempo de esas lecturas, muchas tormentas y anocheceres y espléndidos soles se intercalaron en sus páginas. Rigurosamente autodidacto, no tuve otro maestro ni guía que mi propio afán de leer. Mi verdadera vocación fue la música y, más estrictamente el violín. Primer gran concierto a la intemperie: un ciego, en medio de la calle una tarde de verano, que me fascinó como a un catecúmeno predestinado.
Señora: ya ve de qué insignificantes cosas se nutren las raíces de una vida que ni siquiera merece el epitafio. Los versos llegaron pronto como las flores en su estación. Y se marchitaron. Gusto de ellos como de una rueda bien hecha, de una tuerca bien ajustada, de un barniz bien extendido, de un violín bien templado. Me hubiera gustado hacer de la soledad mi breviario y mi sudario. Pero sólo me fue dado admirar, al anochecer, las vizcachas cuya vida en meandros subterráneos y frescos tiene aún para mí un inefable atractivo de filosofía de la libertad y de la paz. El gusto de la tierra está en toda mi piel y Nietzsche es mi autor más querido.
Después de los doce años continúa una vida laboriosa, de sobreviviente, en mil formas repetida a la manera de un arabesco, en que todo es construir sobre arena, ensayar y errar. Para llenar las páginas en blanco y para descifrar las interlineadas y testadas sirve cualquier vida de novela en que sucedan pocas cosas pero que calen hasta el hueso. Siempre que el autor sepa que no se nace ni se muere una sola vez.