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Gustavo Nielsen: Debajo de la almohada

De "Marvin" – Editorial Alfaguara

El domingo siguiente, Silvana fue a misa e insistió para estar en el coro. El Padre siempre elegía una señora para que dirigiera las canciones desde el micrófono; a eso le llamaba "el coro". Era una costumbre de otro tiempo, de cuando la misa estaba llena, pero el cura estaba decidido a no perderla. Aunque la voz amplificada, dentro de la nave semivacía sonara con ecos. Ese domingo, sin embargo, había varias personas nuevas. La familia había llevado a unos amigos, que a su vez habían llevado a una tía que estaba de visita.
Silvana comenzó cantando correctamente, pero a mitad de “Pescador de milagros” incluyó las primeras variaciones. Las otras abuelas la miraron sin entender. El Padre Antonio tardó en darse cuenta de los cambios que Silvana introdujo también en las dos letras siguientes. Recién advirtió la maldad en toda su dimensión cuando Silvana terminó “Virgencita guitarrera”.

Entonces la miró fijamente, después de hacer un silencio. Ella le sostuvo la mirada con prepotencia. Él continuó con la ceremonia. Quedaban apenas el gloria y la alabanza a María, que decidió hacer recitada. El público no estaba preparado para ese cambio, y ni bien llegó el momento todos empezaron a entonar. Hasta que Silvana cantó “mierda” en mitad del estribillo. La palabra salió amplificada por todos los parlantes. Los feligreses dejaron de cantar. El Padre se aclaró la garganta, esta vez sin mirarla, y comenzó un nuevo sermón a deshora. Como ella intentara empezar a cantar nuevamente, el Padre mandó al monaguillo a que le desenchufara el micrófono. Silvana se bajó del presbiterio y caminó apuradamente hacia la entrada. Salió de la iglesia sin persignarse. Las otras abuelas y las familias dieron vuelta sus cabezas. El Padre tuvo que hacer toc toc con el dedo sobre el micrófono abierto para que volvieran a prestarle atención.

Doña Esther le contó el episodio a la enfermera, que inmediatamente se lo comunicó al director, que constató lo ocurrido con el Padre Antonio. El director no era muy afecto a las cosas sagradas, pero no iba a dejar que sus viejitas lo hicieran quedar mal con el cielo, porque tal vez, bueno… Mejor estar preparado. Silvana adujo falta de memoria momentánea y un repentino ataque de trabalenguas. Había querido cantar “Oh, María, Madre mía”, y le había salido “mierda” mía. “Eso nomá”, dijo.
– ¿Y por qué gritaste la mala palabra?
– Porque se me atoró.

El director decidió dejarla sin postre por cinco días. La penitencia, en lugar de calmarla, la rebeló más. Su amiga Nanci estaba cada vez más enferma, y ese cura no era capaz de ir a rezar por ella. Ese “chupacirios”, decía. Nanci lo único que hacía era dormir. En sus pocos momentos de vigilia había pedido varias veces por el Padre, y una vez por el jefe de la cocina. Silvana lo sabía bien porque se pasaba gran parte del día junto a la cama de su amiga. “Chupacirios, chupacirios, chupacirios”, repetía sin parar.
– Nanci volvió a pedir de hablá con ese chupacirios de mierda-mierda – le dijo al director, que no le prestó atención. No lo iba a hacer hasta que dejara de decir groserías.
Silvana llamó al Padre por teléfono. Le dejó un mensaje terminante en el contestador: si el domingo no daba misa en el asilo, la iglesia quedaría vacía. Ella se iba a ocupar. Él ni se molestó en devolverle la llamada.

El domingo por la mañana las viejitas se amontonaron ante la puerta del recibidor, preparadas para salir. Estaban cambiadas, peinadas y pintadas, pero no se movían.
– ¿Qué pasa? – preguntó el director.
– Silvana no nos deja.

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