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Jorge Edwards: La Casa de Dostoievsky

Editorial Planeta

– ¡Soy poeta -exclamaba-, y además de ser poeta, un pobre poeta extraviado en este mundo, soy chileno, del país de Salvador Allende y de Pablo Neruda! ¡Qué quieres que me hagan!

– No sé -replicaba ella, desconcertada, con cara de pregunta, pero respiraba, de hecho, otro aire, se desplazaba por la tierra, por su tierra, con una sabiduría diferente, y no se confiaba ni se confiaría tanto. Había visto cosas, muchas cosas, y estaba segura de que no había terminado de verlas. Además, el machetazo en su mano derecha era un barómetro: una herida que casi siempre dormía, pero que a menudo, y en momentos cruciales, despertaba. Heberto Padilla escuchaba, dando vuelta su Montecristo número uno en sus labios húmedos, y lanzaba sus exclamaciones habituales, abriendo los ojos con alarma fingida, fingida, pero a veces, de pronto, verdadera. Después se producía un cambio brusco de atmósfera. Todos iban a una fiesta en casa de Tomás Alejandro Tritón, un director de cine: María Dolores ayudaba en la cocina, preparaba ensaladas, condimentaba unas milagrosas chuletas de cerdo (que nadie encontraba en el mercado), y el Poeta, en la sala, bebía con intensa fruición un extra seco a la roca, en compañía de Padilla, de César López, de Pepe, del dueño de casa; recitaba, después del segundo sorbo, poemas franceses, uno de Rimbaud, otro de Jules Laforgue, un fragmento de El cementerio marino de Paul Valéry, el de Zenón, el cruel Zenón de Elea, cuya flecha aguda volaba y no volaba, y de repente rompía a cantar, cualquier cosa, boleros de Lucho Gatica, canciones de la Edith Piaf, o Cambalache, el tango inmortal. ¡Qué vida tan intensa, pensaba, qué alegría, qué ritmo incomparable, qué música! Y qué grisáceo, qué aburrido, qué falto de imaginación, se divisaba Chile, Chilito, en la distancia, en el último sur del planeta tierra.

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