El Ojo Tuerto

Laurie Anderson: L de Luz, A de Artista

Teatro Gran Rex – Buenos Aires
Jueves 28 de Agosto de 2008 – 21:30 hs

¿Y si de pronto me rebelo contra mí mismo?
¿Y si me niego?
¿Si me declaro incompetente?
¿Si dejo este espacio en blanco para que cada uno lo llene como quiera?
¿O lo interprete?
¿Y si explico que de tantas cosas que me surgen, la resultante es un caos?
¿Que me siento como si estuviera por estallar mi propio big bang?
¿Que las sensaciones me atraviesan pero en direcciones infinitas?
¿Que nada de lo que siento es explicable con letritas?
¿Si confieso que ya no me preocupa ser redundante?

Arbitrariamente decidí parar luego de la pregunta número diez. Pero las dudas y los cuestionamientos internos (y ahora externos, si se me permite) son muchos más y siguen revoloteando, repiqueteando, taladrando, empujando por salir. Pero créanme que, sin tamiz alguno, la representación letrística sería algo así como: mgtttrjuudrgwñññghwsspputtrrrjjggggaaaaahhh.
Estoy a punto de solicitar que alguien pida mi remoción. Que se trabe el teclado. De que alguien me explique esta cruza de sentimientos que incluye dosis importantes de hechizo, furia, impotencia, credulidad, incredulidad, necesidad, inquietud, vergüenza (propia y ajena), dolor, satisfacción, angustia, paranoia, felicidad, tristeza, calma…

Pero uno también está atado a ciertos convencionalismos, para qué negarlo o andar haciéndose el campeón. Y entonces peleo contra mí mismo cual sketch de Monty Python. Es raro el enfrentamiento. Ambas partes tienen sus argumentos sólidos (o, al menos, parejos y en cantidad no despreciable). Trato de zafar de una Doble Nelson y entonces decido contarles que Laurie Anderson brindó dos actuaciones en Buenos Aires. Nosotros asistimos a la segunda, el jueves 28 de agosto. Al igual que en el año 2005, el escenario se encuentra repleto de pequeñas velas (encendidas) y, como elemento agregado, unas pequeñas lucecitas que cuelgan del techo, quedando suspendidas a una altura aproximada de medio metro. Las velitas son muchas más que las de tres años atrás (en aquella ocasión fueron 56, por si interesa el dato). Cuando Anderson ingresa con sus músicos, lo hacen ágilmente y en silencio; la violinista y cantante ocupa el centro de la escena. A su derecha, el bajista Skuli Sverrisson; en la extrema derecha (estamos hablando de la ubicación en el escenario, no de cuestiones políticas… en este caso), Peter Scherer y su pequeño arsenal de teclados y electrónicos. A la izquierda de Anderson, el violista Eyvind Kang. Un tablero electrónico irá traduciendo, en forma simultánea, las historias que, auditivamente, nos llegan en un inglés prístino, claro, violento y poético. Todos de negro. Por fuera.

Luego de una intensa búsqueda, conseguimos descifrar los ttulos tentativos de las mayorías de las composiciones interpretadas por Anderson. Que se editarán recién en el 2009. Ésta fue la parte más fácil, créanme. O menos difícil, vale la opción.
Una historia de pájaros que vuelan en círculos porque aún la tierra no existe. Una alondra que, por ende, no puede enterrar a su padre muerto. Decide, entonces, colocarlo detrás de su cabeza. Así, dice la cantante / narradora, comenzó la memoria. Sky Flying Bird (o The Lark) marca el inicio de una banda de sonido visual (sí, eso mismo) que desemboca en Bad, con un loop repetitivo (minimalista) e hipnótico mientras las luces viran a un rojo sangre en concordancia con el texto. Ante el primer amago de silencio, la audiencia se siente en la necesidad de aplaudir. Anderson no tiene la necesidad de ellos; compenetrada al máximo, sigue con lo suyo: un dueto con Eyvind Kang para derretir piedras. Es una formidable introducción a la bella Transitory Life.

Laurie Anderson no se dirige al público. No de la manera convencional. Quiero decir… no ha saludado, ni presentado a sus músicos, ni anunciado los temas… pero sí se comunica desde otro(s) lugar(es). Menos obvios, más invisibles, más sensitivos, menos acomodaticios. La actitud de sus músicos es de un respeto reverencial, estáticos en sus lugares, concentrados al máximo, con Sverrisson (a la distancia, parecidísimo a Steve Swallow) imponiendo autoridad monolítica, Scherer disparando todo tipo de atmósferas al que le agrega algún pasaje en teclados y Eyvind Kang, algo así como el solista del cuarteto, que se empecinó en demostrar(nos) por qué ocupa el lugar que ocupa y por qué se lo respeta tanto. El grupo suena como tal. Nadie busca en la bolsa del ego. Los espectadores (uno de ellos, al menos) agradecidos.

Un potente pattern, insistente, es la base ideal para la feroz crítica -no exenta de un humor tan corrosivo como desgarrador- de Only an Expert. Laurie Anderson realiza una suerte de disco-rap con un juego de palabras exquisito que bien le hubiera calzado a Tato Bores. Mientras esto ocurre, Sverrisson sigue su marcha triunfal y Scherer y Kang disparan extraños sonidos a los que, ocasionalmente, se suma la cantante con su diminuto violín preparado (que ella misma diseñara junto con Ned Steinberger). La ovación (en este caso atinada) llegó casi por decantación ante uno de los momentos más intensos de la noche. Es entendible que, además, reaccionemos favorablemente cuando se habla de los males de, aparentemente, otros. Qué ilusos…

En Mambo and Bling se mete con las elecciones norteamericanas utilizando por primera vez el procesador de voces, algo que Anderson viene utilizando (y es ya una marca registrada) desde hace más de 25 años. La cantante / narradora tiene la singular capacidad de, en pleno bombardeo ideológico, matizar con frases que pasan de lo naif a lo patético en décimas de segundo: "podés morir por un dardo en el pecho a la salida de un subte". Sólo una de ellas.

La súplica (pero no sólo eso) se hace presente en When I Fall, seguida de Short Fall: "Cuando lloro, las lágrimas del ojo derecho son porque te amo; las del izquierdo, porque ya no te soporto". El humor ataca con desparpajo en Underwear Gods. La moda es pegarle a la moda. Pero aquí y así, es otra cosa.
El dolor vuelve a hacerse presente en Callin' Em Up, que comienza con la narración de una foto en la tapa del New York Times donde una niña, rodeada por soldados, no estaba siendo detenida: iba a alistarse en el ejército para poder pagar sus estudios. La mención (mucho más que eso) de los niños kamikaze y la condena a los ejércitos que reclutan pequeños (y pequeñas) se ve acompañada en su ribete dramático por una atrapante percusión marroquí junto a otra gran intervención de Kang. El brusco final, con la frase "bienvenidos a la noche (norte)americana" como corolario, incomoda, inquieta, preocupa, lastima.

La bella Strange Perfumes (que pareciera extraída de "Strange Angels"), da paso a Pictures and Things donde, nuevamente con su voz distorsionada (los memoriosos recordarán el efecto, incluido ya en el film Home of the Brave… ¡de 1986!) vuelve a pegar donde duele. Al final, se calza unas antiparras que le permiten realizar percusión con su cabeza y sus dientes.

Pasada una hora y media de concierto, se dirige por vez primera al público para presentar a sus músicos. Y, sin pompa ni circunstancia, introduce al invitado: su esposo Lou Reed para la interpretación de Lost Art of Conversation. La intervención del ex Velvet Underground en guitarra y voz es medida, correcta y se permitió meter atinadas distorsiones. Pero lo más interesante (al margen de su saco arremangado a lo Mateyko) fue la sobria actitud de un artista que supo ocupar su lugar, aceptando el rol de "invitado" y sin pretender más protagonismo. Su respeto, ubicuidad y compromiso, contrastó con la actitud de algunos asistentes que parecieron asistir, simplemente, para ver si aparecía el neoyorquino. Entró sin hacer aspavientos. Se fue de la misma manera. El show continuó con la poética Bodies in Motion, que nos lleva nuevamente al inicio con algunas frases de Sky Flying Birds.
Y promediando el extenso pasaje instrumental con que se cerraría el concierto, reaparece Lou Reed para, esta vez sí, distorsionar a indiscreción trenzándose en un furibundo dueto con Kang.

Habían pasado casi dos horas. Los músicos debieron salir a saludar tres veces. En la cuarta, la despedida, a cargo de Laurie Anderson acompañada solo por su mágico violín. Breve, bello, exquisito.

Laurie Anderson, en su tercera visita a Buenos Aires (la primera con banda, de excelso nivel, dicho sea de paso), presentó Homeland, basado en un álbum a editarse en los primeros meses de 2009. No recurrió a ninguno de sus clásicos; ni O Superman, ni Born, Never Asked, ni Coolsville, ni Sharkey's Night… Un repertorio flamante y coherente con su historia, espíritu y compromiso. Laurie Anderson no es panfletaria. Simplemente (¿simplemente?) narra historias que duelen, conmocionan, emocionan, alegran o entristecen. No se trata solamente de lo que dice sino también de cómo lo dice.
Porque Laurie Anderson, cuando narra, parece cantar.
Y cuando canta, parece narrar.
Hemos tenido el privilegio de estar frente a una de las artistas más importantes y honestas de estos tiempos. Y de otros tiempos también.
Laurie, con "L" de Luz.
Anderson, con "A" de Artista.
Tenía raón Nietzsche, parece: "Los demás son, simplemente, la humanidad".

Marcelo Morales

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