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Enrique de Hériz: Manual de la oscuridad

Editorial Edhasa

Galería de ciegos famosos I

Claude Monet es uno de los miembros más prominentes de las Galería de Ciegos Famosos, un salón de ultratumba imaginario en el que, al cabo de los siglos, han ido ingresando algunos grandes hombres para recibir compensación eterna por su ceguera. No importa demasiado en qué época vivieron porque en ese lugar, que sólo existe en la mente de Alicia, conviven todos con vestimentas atemporales y comentan, sin ninguna clase de rencor, como si sólo intercambiaran anécdotas sin importancia, los detalles de sus penurias en la vida anterior.

Sin embargo, aunque nadie se atreva a decirlo en voz alta, la presencia de Monet incomoda a muchos. En primer lugar, por su costumbre (inconsciente, cabe decir en su defensa) de fruncir siempre los ojos mientras pinta, como si no terminara de ver del todo bien o estuviera descontento con las condiciones de luz. Allí nadie quiere recordar que es ciego o, mejor dicho, que lo ha sido. Porque una de las ventajas de la Galería de ciegos Famosos es que el mero ingreso en ella implica la recuperación automática de la vista. Eso genera, dicho sea de paso, algunos agravios comparativos, entre los que se destaca el de Ella Fitzgerald, que se pasea siempre en silla de ruedas con sus piernas amputadas y, no sin razón, suele decir: “Ya puestos, yo hubiera preferido que me dejaran ciega y me devolvieran las piernas. O que arreglaran directamente la diabetes, que fue la causa de los dos problemas.

El caso es que el gesto de Monet, esa manera suya de forzar siempre la vista, molesta a más de uno. En la Galería hay mucha luz. De hecho, Ray Charles sigue llevando las gafas de sol puestas. Además, no falta quien s encargue de recordarle a Monet cada dos por tres que él no califica técnicamente como ciego. Al menos, no del todo. Y el pintor se defiende malhumorado. No hace más que quejars3e. “¿Acaso tres operaciones no te parecen suficientes? –suele protestar- ¿Eh?” Y sigue pintando. Si de verdad no merece estar ahí, que se atrevan a echarlo. Tal vez nunca fuera ciego del todo, pero tiene pruebas de la dramática incidencia que la pérdida de visión tuvo en su vida. En las cartas que escribió en vida a sus amigos reservaba siempre un párrafo para manifestar su terror permanente a no poder seguir pintando. Además, tiene gracia que sean los músicos quienes discuten la pertinencia de su ingreso. Qué sabrán. Por mucho que se lamenten, la ceguera no les perjudicó demasiado. Al contrario, más de uno ni siquiera hubiera sido músico si no llega a ser porque sus padres, compadecidos por su ceguera de nacimiento, quisieron compensarla con toda clase de atenciones. Por ejemplo: profesores particulares de música. Si viniera Beethoven a echarlo, o a afearle el privilegio, todavía. Pero… ¿los ciegos? Que sigan tocando y se dejen de joder. Tiene más derecho a sobrevivir en la Galería que cualquiera de ellos: una partitura se puede dictar; un cuadro, no.

De todas formas, si refunfuña tanto es porque siempre fue un poco cascarrabias. Nadie piensa echarlo. Durante buena parte de su vida, Monet se dedicó a cultivar opio porque en su época se recetaba como remedio para las cataratas. Como ya hemos aclarado, allí nadie padece cataratas, ni ninguna otra afección visual. Pero un poco de opio nunca viene mal cuando aprietan ciertos recuerdos. O viejos vicios, como le ocurre al bueno de Ray Charles. O cuando Bach se pone pesadito con las fugas y contrafugas. ¿Tendrá Víctor el suficiente humor para entender esta historia?

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