El Ojo Tuerto

Keith Jarrett: De goces, toses, dioses, poses y roces

Walt Disney Concert Hall – Los Angeles, California (USA)
Martes 16 de Marzo de 2010 – 20:00 hs.

El Walt Disney Concert Hall es una joya arquitectónica de la ciudad de Los Angeles a la que se considera una de las salas de concierto y centro de artes escénicas más importantes del mundo. Al menos eso es lo que aseguran algunos estadounidenses para quienes, usualmente, conceptos como “mi ciudad”, “mi país” o “el mundo” suelen ser equivalentes. Por supuesto no todos piensan de la misma manera, también están lo que afirman que la palabra “mundo” es una redundancia y que es suficiente con decir Estados Unidos. Lo cierto es que en dicho foro se presentó Keith Jarrett en uno de sus periódicos conciertos de improvisación para solo piano.
Este ícono de la música contemporánea nacido en 1945 en la ciudad de Allentown, estado de Pennsylvania, es considerado por sus compatriotas como uno de los pianistas más importantes del mundo… es decir, de Estados Unidos o Pennsylvania o Allentown, que vienen a ser más o menos la misma cosa.
Keith Jarrett comenzó a estudiar piano a los tres años e hizo su debut profesional a los siete. Sus tempranas aptitudes musicales permitieron que se lo calificara como un niño prodigio, distinción que abandonaría por causas que se desconocen al llegar a la adolescencia. Tras un breve paso por el Berklee College of Music de Boston, se traslada a la ciudad de New York en donde hace su debut discográfico junto a la orquesta de Don Jacoby en 1962. Más tarde colabora con Art Blakey and the New Jazz Messengers e integra el Charles Lloyd Quartet. Hacia fines de los sesenta forma su primer trío con Paul Motian y Charlie Haden. En 1971 se incorpora a la banda de Miles Davis (en donde ejecutaría por última vez teclados electrónicos) para luego abocarse exclusivamente a su carrera solista, primero incorporando a su trío al saxofonista Dewey Redman, más tarde al frente de un cuarteto integrado por Jan Garbarek, Palle Danielsson y Jon Christiansen y finalmente constituyendo con Jack DeJohnette y Gary Peacock el trío que lo acompañaría desde 1983 a la fecha.

No obstante, lo más afamado de su producción musical emerge de una serie de piezas improvisadas grabadas en diferentes conciertos para solo piano. Ese invalorable cuerpo de trabajo se materializó a través de los años en álbumes como Solo Concerts Bremen/Lausanne de 1973, Sun Bear Concerts Piano Solo en 1978, Concerts de 1981, Dark Intervals de 1987, Paris Concert en 1990, Vienna Concert de 1991, La Scala de 1997, Radiance en 2005, The Carnegie Hall Concert de 2006 y Paris/London-Testament de 2009; aunque en ninguno de los mencionados llegaría a reeditar la magia imperecedera del legendario The Köln Concert de 1975.
En derredor de este álbum, insigne en la carrera de Jarrett, se han tejido una serie de leyendas urbanas que atraviesan la delgada línea que separa la realidad de la ficción. Se dice que Jarrett improvisó aquel concierto de principio a fin sin ningún plan preestablecido de antemano, también se afirma que tocó en estado de trance y que durante su performance se desprendió de su cuerpo astral (¡?) e incluso se asegura que antes de su ejecución permaneció varios minutos en silencio frente al piano hasta que alguien le gritó “¡re sostenido!”, entonces Jarrett sonrió, dijo “gracias” y empezó tocando esa nota. Todo esto es difícil de comprobar, en especial que haya sonreído y agradecido, dado que la simpatía no es su fuerte. Empero, queda claro que el resultado estético obtenido tuvo un impacto indudable en el desarrollo del vocabulario pianístico de su tiempo. Impacto que, por cierto, no está exento de polémicas academicistas u opiniones contrapuestas. No caben dudas de que Jarrett, a contracorriente de las tendencias de su época, eligió transitar un camino lleno de poesía e íntimo lirismo en lugar de abocarse a la fusión eléctrica en boga por aquellos tiempos. Pero mientras algunos resaltan su fina apuesta por el romanticismo, otros señalan que ese apego estilístico fue lo que le facilitó los favores del gran público. En tanto que sus hábitos de improvisación, al incorporar ornamentaciones similares a las utilizadas por compositores del barroco europeo como Johann Sebastian Bach y Georg Friedrich Handel, han sido tanto reverenciadas por su carácter innovador en relación al jazz como sustancia capital para que otros aleguen que Jarrett no se caracteriza por la originalidad de sus motivos, cadencias o construcciones armónicas. A la vez que su juego oscilatorio entre lo tonal y lo atonal y lo clásico y puramente jazzístico, ha servido tanto para quienes veneran su catálogo de recursos como para aquellos que encuentran en esa hibridación una estructura lineal y previsible. La dicotomía de perspectivas que genera la obra de Jarrett ha permitido que algunos adulen hasta el paroxismo el aura mística fundada en la Doctrina del Cuarto Camino de George Gurdjieff, que parece envolver cada una de sus representaciones escénicas, al mismo tiempo que facultó a otros para argumentar que sólo se trata de una pose de divo o que, lisa y llanamente, expresa en forma cabal la patología de un neurótico incurable.
Bueno, después de todo ni siquiera Dios obtuvo la unanimidad de su público, ¿no?

Asistir a un concierto de Keith Jarrett siempre supone atenerse a una serie de estrictas reglamentaciones, ya que acciones humanas tan comunes como sacar fotos, pretender ingresar a la sala en plena ejecución, toser, gritar o caminar, serán motivo suficiente para la interrupción del concierto. Ni que hablar de hacer la ola, tocar el bombo, arrojar petardos, bailar zapateo americano o ponerse a freír milanesas.
Algunos especialistas (no se dé qué… pero especialistas al fin) dicen que muchos artistas perfilan su autorretrato con mayor nitidez que otros y que eso se manifiesta no sólo en la obra sino también en el ritual que la circunda. Ergo, podemos presuponer que las restrictivas medidas que involucran a los conciertos de Jarrett nos explican algunos rasgos de su personalidad. Tal vez, como decía Alfred Adler, esté tratando de equilibrar su complejo de inferioridad compensándolo con el impulso de superioridad, no sobre otra gente sino sobre el propio sentimiento de inferioridad; o quizás, como afirmara Sigmund Freud, exprese una falta de adaptación al conflicto entre el deseo y las convicciones morales que, al ser reprimido, propicia condiciones para la neurosis.
Tampoco habría que descartar la opinión del psicoanalista Al Diván, quien aseguraba que el artista identifica en su conducta la vinculación de su yo a la necesidad de unidad con la madre, teoría que llevó a varios pianistas a tocar sólo con la mano derecha para poder sostener con la izquierda la mano de sus respectivas mamitas.
D
e todas maneras es indudable que Keith Jarrett, por encima de las polémicas poses que lo distinguen, conserva intacto su poder de fascinación sobre el público y sigue logrando que sus extravagantes interpretaciones no sólo parezcan lecturas de piezas musicales sino auténticos testimonios de una visión filosófica del mundo.

Visión del mundo que incluyó, previo al show en el Walt Disney Concert Hall, una voz en off advirtiendo que “está estrictamente prohibido sacar fotos, grabar el concierto, usar teléfonos celulares y toser” (sic). Convengamos que en el mundo normal no es lo mismo abstenerse de usar celulares, cámaras fotográficas o grabadores que prohibirle a los nervios del aparato respiratorio que se irriten o reprimir la estimulación inflamatoria o mecánica de los receptores de la tos. Lo concreto es que hasta hace instantes estaba predispuesto a conectarme con la música y ahora sólo pienso en toser, toser y toser.
En la actualidad, los conciertos para solo piano de Jarrett se estructuran sobre breves improvisaciones que describen distintos modos y estados de ánimo y algunas relecturas de standards, lo cual indica que la ausencia de planes preconcebidos que caracterizaron a obras como The Köln Concert, ya forman parte de una estética pasada.

En el primer fragmento de la pieza de apertura, Keith Jarrett se sumerge en un desarrollo motívico que, a la manera de Elliot Carter, reposa sobre un ostinato extendido sin variaciones. Tras girar en torno a esa idea repetidas veces, asume una impronta melódica que remite a Igor Stravinski para luego someterse a una plástica plagada de efectos cromáticos heredados de Olivier Messiaen. En definitiva, un collage de modelos provenientes de clásicos del siglo XX que, merced a la galería de recursos técnicos del intérprete, se incorporan con naturalidad a un alegato de luminoso lirismo.
Las improvisaciones subsiguientes articularán humores y naturalezas divergentes, alternando momentos de indudable goce auditivo con otros menos inspirados o demasiado familiares y transitados como para obtener el nivel de brillantez esperado.
Así es como Jarrett, luego de una pieza que por ejercicio contrapuntístico parece orbitar el Das wohltemperierte Klavier de Johan Sebastian Bach, ingresa al territorio del blues y el gospel, o se permite pasar de una balada referenciada en Thelonious Monk a jugar sobre acordes del tercer movimiento de la Sonata No. 2 de Frederic Chopin, o visitar la osada atonalidad del free después de haber frecuentado con similar versatilidad la tradición del ragtime y frases de Mikrokosmos de Bela Bartok. Todo esto ocurre mientras escenifica sus habituales coreografías corporales, gruñidos, gesticulaciones y canturreos.

La excéntrica atmósfera mística pretendida por Jarrett no será esta noche alterada por subversivas toses sino por el flash de una cámara fotográfica. Jarrett, tras interrumpir el show, se despachará con una arenga pseudo-budista (“no debes disculparte conmigo sino a ti mismo”) que ridiculizó innecesariamente al infractor de su protocolo de actuación.
Está claro que su posición sería mucho más comprensible si estuviese tocando en un monasterio para un auditorio compuesto por monjes tibetanos en lugar de hacerlo en el coqueto Walt Disney Concert Hall para un público que pagó un promedio de 150 dólares la entrada. Y de puro rebelde que soy, digo esto mientras toso desaforadamente.
El concierto se reanudaría en un clima muy diferente, primero con Jarrett agradeciendo que “nadie haya tosido en toda la noche” (sic) y luego, al escuchar los pesados pasos de un asistente, preguntando: “¿Qué fue eso, un caballo?”. La música, bien… gracias.
El cierre será con respetuosas (y prescindibles) versiones del clásico de Harold Arlen Over the Rainbow de 1939 y Someday My Prince Will Come, composición de Frank Churchill perteneciente al film de Disney Snow White and the Seven Dwarfs de 1937.
Claro que para ese entonces la magia, al menos para mí, se había transformado en un inclasificable compendio de goces, toses, dioses, poses y roces.

Sergio Piccirilli

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